Regálame una sonrisa. Perder a mi hijo: la lección que me ha dado la vida (La Esfera de los Libros, 2020), de David Martín Gómez.
Cuando una persona pierde a sus padres, puede llamarse «huérfano». Sin embargo, no existe ninguna palabra para denominar a un padre o madre que pierde a su hijo. Es algo antinatural, siempre inesperado, que, por ley de vida, jamás debería suceder. A David Martín Gómez le ocurrió, y así lo narra en Regálame una sonrisa. Perder a mi hijo: la lección que me ha dado la vida (La Esfera de los Libros, 2020), con un prólogo de Irene Villa.
Compuesto por cuatro partes, un epílogo y una carta final, el autor relata en este libro la enfermedad de su hijo Iván, la evolución en el hospital y su posterior fallecimiento con apenas cinco años. Esta no es, sin embargo, una exposición del dolor del padre y de la familia, sino más bien una narración limpia y ya sanada de aquella desgraciada experiencia. El autor pone el foco, sobre todo, en agradecer a aquellos que le apoyaron durante la enfermedad de su hijo y también destaca las emociones positivas que le ayudaron a seguir luchando.
El sufrimiento hay que abordarlo sin dejarlo pasar a nuestro interior, pues puede provocar graves daños. Para evitarlo, podemos aferrarnos a aquello que creemos que puede ayudarnos. Este libro es una catarsis que transmite paz. Está escrito con una narración pura y natural. Tanto es así que deja traslucir los sentimientos del autor: la rabia ante los errores médicos en la detección del cáncer de su hijo o la falta de humanidad de parte del personal, la desesperación o la fe. Aunque el lector se enfrente a este libro con una coraza, dispuesto solo a leer, resulta imposible pasar las primeras cincuenta páginas sin haberse emocionado.
Estas páginas son un testimonio verídico desde una cama de hospital. Martín mide, según el paso de los meses y la evolución de la enfermedad de su hijo, el dolor y la desesperación que es capaz de experimentar el ser humano. Las cotas más altas son imposibles de describir con palabras, pero lo más cercano a eso está reflejado en algunas líneas de este volumen. También desde la cama del hospital, Iván le pedía a todo aquel que iba a verle que le regalara una sonrisa.
Martín describe a su hijo como un niño lleno de vitalidad y alegría. Iván sentía predilección hacia la naturaleza y los animales, sobre todo los caballos, por eso la cubierta del libro la ocupa ese animal. Con la llegada de la enfermedad, Iván aprendió a ver en la oscuridad, igual que su familia vio luz entre las tinieblas. Buscaron formas de aliviar el dolor de Iván y probaron todo lo que pensaron que podía reducir su dolor y mejorar su vida, por ejemplo, las terapias alternativas. Sin embargo, creo que invierte demasiadas páginas en ensalzar las terapias alternativas que probaron y que, según cuenta, mejoraron los días de Iván, que volvió a ser un niño feliz.
Este libro supone una aventura y un descubrimiento también para el lector, que descubre la experiencia de una familia ante la enfermedad. La narración es dura y afilada, y por momentos se siente como mil cuchillos que se clavan. El autor hace un esfuerzo de introspección y reflexión sobre el pasado y lo que supuso la enfermedad de su hijo. Con la mirada actual, piensa en errores propios y ajenos y en cómo afrontaría la misma experiencia ahora. Sin embargo, las cosas ocurren en un momento determinado y hay que afrontarlas con la serenidad y la madurez que el tiempo haya permitido que tengamos. Hay una frase atribuida a García Márquez que dice así: «Cuando un recién nacido aprieta con su pequeño puño, por primera vez, el dedo de su padre, lo tiene atrapado para siempre». Martín está atrapado por su hijo, que le sigue agarrando la mano.
Las comparaciones son odiosas o… si te gustó este te gustará aquel (siempre salvando las distancias): La muerte de un hijo, como digo al principio, es algo antinatural, y hay muchos libros escritos sobre esta dolorosa experiencia. Yo he leído varios porque, no sé por qué, me llama mucho la atención. Ahí están Mortal y rosa, de Francisco Umbral, y La hora violeta, de Sergio del Molino (estos dos son mis favoritos). También Lo que no tiene nombre, de Piedad Bonnett. Recomendables todos, aunque hay que leerlos con el estómago preparado y los pañuelos al alcance de la mano.