Diario del asco (Tusquets, 2020), de Isabel Bono.
«Vives en la casa del misterio, / Cayendo con las sombras sobre ti, / Cierras los ojos y ya te has hecho daño, / Si tú te vas con quién voy a jugar», cantaban Ilegales, un grupo que menciona el protagonista de esta novela, porque los escucha en el viejo walkman de su hermano.
A Isabel Bono (Málaga, 1964) la conocí cuando vi en 2016 que su novela Una casa en Bleturge había ganado el premio Café Gijón y también por un texto sobre Gary Snyder que publicó —cuando este tenía ochenta y ocho años— en un medio cultural local. Siempre quise leer algo suyo y la sinopsis de esta novela me dijo que esta era la mejor ocasión para hacerlo.
Diario del asco (Tusquets, 2020) está dividido en cuatro partes: Cero, Uno, Dos y Cero. El protagonista, Mateo, un profesor de autoescuela de cincuenta y un años, ha intentado cortarse las venas de ambas muñecas, pero ha fracasado, igual que en el amor, en la familia y en su propia vida, de la que ni siquiera ha podido desprenderse. El narrador, por tanto, nos irá exponiendo su vida a lo largo de las páginas, la difícil convivencia con su padre, sus visitas a la psiquiatra o su relación de amistad con una vecina adolescente mientras supera la muerte de su madre —no se sabe si fue un suicidio— y la marcha de su hermano, que no está pero que sigue presente en su cabeza por lo mal que se portó con él.
Situada en la actualidad en una ciudad que probablemente sea la Málaga natal de la autora, la novela, narrada en primera persona, nos acerca así a las entrañas de un personaje que se desnuda ante el lector y muestra todas sus impurezas, la suciedad propia de cualquier ser humano que, expuesta a la intemperie, desprende hedor. Deambula luchando contra la locura, que intenta apoderarse de él, igual que la soledad. Con un lenguaje muy poético y con metáforas, la autora consigue traslucir el terrible dolor que siente el protagonista mientras este busca el sentido de la vida y la felicidad y critica la sociedad malformada en que vive.
Como dice el título, esta novela es una especie de diario del protagonista —sobre todo la parte central, ya que las dos partes llamadas Cero son más poéticas y desordenadas— donde expone sus ascos, miedos y tristezas. Entrelazará notas con citas ajenas y multitud de sustantivos y adjetivos que dan nombre —o lo intentan— al dolor que siente. Además, de Cero a Uno cambia de registro, de uno más íntimo y dolorido al discurso más propio de diario, donde construye su retrato familiar de hogar, aunque, como él dice: «La casa de mis padres siempre fue una novela triste».
Las acciones del día a día son insoportables y la convivencia con su padre aún más. De hecho, Uno comienza con la frase «Odio a mi padre». Mateo no entiende de paños calientes, ya que deja claro desde el principio el objetivo de escribir ese diario: «Quien venga buscando un bonito relato sobre el amor filial que se largue. Vengo a contar mi historia. No digo que sea justa, pero es la mía. La única que conozco». La única historia, en definitiva, como la de Barnes.
También odia a su hermano, quizás es a quien más detesta. «Ojalá esté muerto», dice sobre él. Pero los pensamientos sobre su hermano son ocasionales, pues es su padre quien ocupa la mayor parte de sus quejas. Su rutina junto a él es insoportable y llega a pensar que está perdiendo la cabeza.
Sin embargo, también le reprocha cosas a su difunta madre, como que su hermano siempre fuera su hijo favorito. Mateo reparte reproches por doquier a toda la familia, comenzando por él mismo. Intenta encontrarse a sí mismo en el pasado, quién fue, cómo ha llegado hasta ahora, buscando en su infancia y en su adolescencia, sin encontrar más que asco y hastío. «Quizá mi lugar en el mundo sea mantener la cabeza bajo el agua y no volver a sacarla», llega a decir.
En su juventud, nos cuenta Mateo, se casó con Amalia, una vecina. Sin embargo, los matrimonios se convierten en relaciones de amistad, mera convivencia formal sustentada por rutinas malogradas que aparentan amor y felicidad. El conflicto vital enmarcado en el amor y a partir de ahí, ramificaciones de asco que van a parar a todas partes.
La sinceridad es una mentira para Mateo, que no ha dejado huella en nadie, hasta que conoce a una vecina adolescente, Micaela, con quien comparte animadversión por la sociedad actual —las redes sociales y el postureo— y momentos que lo alejan de los pensamientos negativos que le consumen. Sin embargo, un final que se anticipa trágico acaba con el protagonista subido de nuevo al carro de la depresión. Por eso dice: «Nadie entiende que uno no desee vivir a pesar de estar sano. Nadie entiende que haya personas normales a las que lo bueno que pueda ofrecernos la vida no nos interese o no nos compense o no nos dé la gana aceptarlo. Dirán que estábamos locos o nos volvimos locos».
En una pelea verbal y juguetona entre Mateo y Micaela sobre qué les gustaba y qué no a cada cual, Micaela dice que a ella no le gustan los ganadores ni los cobardes. Precisamente, Mateo es lo contrario, por eso ella se une a él, porque es un perdedor valiente. O quizás, como ella dice más adelante, él no es valiente, sino que simplemente no tiene miedo. Micaela le cambió y si ella faltara, como cantaban Ilegales, «con quién voy a jugar».
El lector consigue empatizar con Mateo y con su desánimo, mientras que el personaje de su padre resulta aborrecible y repele al lector por su forma de actuar y hablarle a Mateo, que es el único que permanece allí junto a él para que no viva en la situación insalubre en que lo encontró cuando llegó.
El pasado y el paso del tiempo se entremezclan e invitan a reflexiones duras. Se habla de esos familiares lejanos que, ocasionalmente, van y vienen de visita. Esas vidas ajenas a las que un día perdemos el rastro hasta que asistimos a sus funerales y recordamos aquel verano, aquella fiesta familiar, cuando vinieron o cuando fuimos. Los sentíamos como familia y no como extraños, pero el ritmo de la vida y las obligaciones los han terminado desplazando y los han convertido en «otros».
Bono emplea una escritura descarnada y deshecha en manos de su protagonista. El silencio, la soledad y la tristeza anegan unas páginas cargadas de desazón y desdén por la vida. El suicidio lo cubre todo con su manto gris y está presente en varios personajes que lo han intentado llevar a cabo.
La autora malagueña ha construido una historia llena de honestidad. La vida misma hecha novela. Las rutinas y ruindades humanas expuestas y desnudadas como su personaje, que anhela huir y que hace una crítica social abrumadora. «Nuestra familia rezumaba decepción, desánimo. Asco». También tristeza, pero dice: «La tristeza en ocasiones embellece». Pese a este ambiente roto, también hay algún toque de humor, pues Mateo se ríe de sí mismo y de lo que le ocurre.
El sentido de la vida, según el protagonista, es perpetuar la especie. Esta es una historia, en definitiva, con tintes cómicos que guarda una tragedia personal y familiar mayúsculas: «Ahora me pregunto si será verdad que no quiero vivir, que la vida es una mierda, que la vida no es nada, que es lo único pero que no es nada».