El lamento de Portnoy (Bruguera, 1982), de Philip Roth y traducido por Adolfo Martín.
Estoy marcado de pies a cabeza, como un mapa de carreteras, con represiones. Se puede recorrer todo lo largo y lo ancho de mi cuerpo sobre amplias autopistas de vergüenza, inhibición y miedo.
El lamento de Portnoy, de Philip Roth
El lamento de Portnoy (Bruguera, 1982), de Philip Roth y traducido por Adolfo Martín, es un libro considerado mítico, una de las mejores novelas modernas, según he leído en alguna parte.
Con mucho humor, esta novela está protagonizada por Alex Portnoy, un estadounidense judío de 33 años que relata, durante todo el libro, su infancia, su adolescencia y su juventud a su psicoanalista y, consecuentemente, al lector. Desde su despertar sexual hasta su irrespirable ambiente familiar por culpa de su sobreprotectora madre.
El humor que tiene es parecido en cierta forma —y salvando las distancias— al de La conjura de los necios, de John Kennedy Toole, novela que nombro siempre que puedo porque he de recordar a cada instante que es, posiblemente, mi novela favorita.
Portnoy nos describe a su madre como una mujer dedicada a él, a examinarlo, casi a espiarlo —y sin el casi—. Una mujer exagerada que se preocupa en exceso por él mientras que él lo único que quería siendo niño y adolescente era refugiarse en el baño de la casa a masturbarse. Portnoy llega a decir que su madre es la histeria y la superstición personificadas y que ha vivido durante su infancia y su adolescencia con un temor constante por el miedo que le metía en el cuerpo, mientras que su padre vivía siempre trabajando y dedicado a superar el agudo estreñimiento que padecía.
Dice de sus padres también —¡ojo!— que son una fábrica de producir culpabilidad, y ya con catorce años se enfrenta a ellos diciéndoles que no cree en ningún dios y que la religión es una mentira. Hay que tener en cuenta lo anclada que estaba la religión judía en una familia como aquella y en una época como esa: lo que les dijo Portnoy a sus padres les sentó como una puñalada en el estómago.
Pero él lo hizo porque sentía resentimiento hacia sus padres, aunque reconocía que no podría haberse criado con ninguna otra familia. Al fin y al cabo, su padre le da pena y a su madre le guarda un poco de cariño en lo profundo de su ser, aunque no soporte luego las imposiciones y obligaciones tanto de su familia como del judaísmo impuesto, que le cohíben para que no haga muchas cosas.
Es interesante ver cómo Roth narra a lo largo de la novela la relación entre los padres y un hijo que va creciendo y abriéndose hacia el mundo sexual y ateo en una familia tan religiosa sin que el tema pierda frescura. Leyendo este libro he llegado a odiar mucho a la madre y a sentir lástima por el padre. Pero no la he odiado porque sea mala —como lo era la madre de Zezé, protagonista de Mi planta de naranja lima, de José Mauro de Vaconcelos, que pegaba e insultaba a su hijo—, sino porque es autoritaria, aunque de forma sutil y suave, pero no por ello ha conseguido mi simpatía.
Admiro también cómo Roth introduce detalles importantes y pertinentes, enlaza hechos y transmite los sentimientos del protagonista. O cómo habla del libertinaje sexual de Portnoy, que me recuerda en cierto modo a los libros de Charles Bukowski o a En el camino, de Jack Kerouac. Pero lo que más me gusta es que critique la religión judía —en cierta forma a todas las religiones— y al sistema estadounidense a través de otro personaje.
Un libro espléndido del que tenía grandes expectativas que se han cumplido. Lo recomiendo para pasar un rato agradable y para reflexionar, porque este libro da para mucho.
¡Apuntado queda!
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