Cinco horas con Mario (Destino, 1979), de Miguel Delibes.
Vaya cinco horas ha pasado el pobre Mario…
Cinco horas con Mario (Destino, 1979), de Miguel Delibes, es un libro que compré de segunda (o tercera, o cuarta) mano hace poco. Es un libro que siempre me ha atraído por la simple razón de que su protagonista se llama como yo. Luego, cuando me enteré de lo que iba me gustó aún más (una mujer conservadora llamada Carmen vela el cadáver de su marido, un hombre republicano llamado Mario, mientras repasa la vida en común de ambos, las familias y amigos, los gustos, aficiones e incluso intimidades de ambos).
La historia comienza con un prefacio donde se nos presenta a una Carmen destrozada que solo ve bultos ir y venir dándole el pésame (Delibes repite con insistencia y cierta malicia, al referirse a la gente que va a darle dos besos a la viuda Carmen, la frase «primero a la izquierda y, luego, a la derecha», por el gesto que se hace cuando se dan dos besos). Después nos encontramos con veintiocho capítulos donde Carmen nos habla en un monólogo que se aprecia eterno (pero que, por su agilidad, se hace brevísimo) y termina, finalmente, con un capítulo más largo que los demás, donde Carmen sale de su monólogo para asistir finalmente al entierro de su marido tras velar su cadáver toda la noche mientras hablaba con él.
Mario era un catedrático de instituto republicano y Carmen, una señora conservadora en una España recién salida de la Guerra Civil donde los ánimos están caldeados. Mientras Carmen asegura habérselo pasado muy bien en la guerra, a Mario le mataron a su hermano Evaristo. Así son las cosas. Carmen, durante su monólogo, repasa la vida y milagros de Mario, recriminándole todo lo que se le pasa por la cabeza, como su simpatía por su cuñada Encarna (viuda del susodicho Evaristo), llegando Carmen a sospechar que Mario y Encarna tenían algo entre ellos. Y, si no era con Encarna, podía tenerlo con Esther, una mujer tan culta e intelectual como Mario a la que Carmen pone más que verde (igual que a Encarna y a toda la gente que va saliendo en el libro exceptuando ella misma y sus padres).
Le recrimina, asimismo, que Mario no era detallista, que era muy egoísta y que nunca le compró el Seiscientos que ella tanto deseaba porque prefería gastarse el dinero en libros y decir que un coche es un bien de lujo y que se podía prescindir de él. Le recrimina que escribiera artículos tan enrevesados en el periódico El Correo y que publicara libros sin historias de amor, que es lo que vende, sino sobre ideas filosóficas incomprensibles (Carmen me ha puesto de los nervios a lo largo de toda la novela con sus mierdas de ideas retrógradas).
Se queja Carmen de que Mario siempre fuera en bicicleta al instituto siendo ellos de clase media-alta, de que lo tenía poseído el demonio del proletariado y de que hasta su muerte haya estado dándole ejemplo a sus hijos (Mario, Menchu, Álvaro y Aránzazu, sobre todo al mayor, que se llama Mario también) de esas ideas anti-bélicas y pacifistas (¡dónde va a parar, pardiez, mejor defender la guerra, concretamente la civil como lo hace Carmen, en la que tan bien se lo pasó como reconoce y que, realmente, fue una Cruzada a favor de la religión católica según dice ella!).
Cada capítulo comienza con un par de frases de la Biblia, libro que Carmen lee mientras conversa con el cadáver de Mario (que no ha perdido el color todavía según se dice). Le recrimina a Mario (sí, el libro entero es una recriminación continua al indefenso Mario) la defensa que solía hacer del Estado laico, algo que a Carmen le sienta muy mal, igual que la expansión de los divorcios y adulterios, que en España, quitando «cuatro pelanduscas», no existen, porque son buenos guerreros y buenos católicos, según ella.
Critica la actitud de las criadas de las casas (¡que les ha dado ahora por pintarse las uñas y llevar pantalón, qué despropósito!) y a las mujeres que estudian (dice que, cuanto menos principios tiene una mujer, más apreciada es por los hombres, llegando a llamar «marimachos» a las mujeres que estudian en la universidad, pues, según ella, «leer y pensar no sirven para nada»). Pueden parecer ideas inventadas por mí, ideas de broma o exageradas, pero no, esto lo dice tal cual el personaje de Carmen en el libro y, como ella, tanta gente lo creía en aquella época (y todavía queda algún dinosaurio de esos).
Mientras Mario defendía que los pobres pudieran estudiar, Carmen defendía la sociedad de clases a ultranza. Ella se basa mucho en los refranes de su «santa madre» para ir justificando sus ideas, tales como la crítica feroz que hace a los judíos y protestantes (¡el Papa Juan XXIII había osado decir que los protestantes son buenos!), a los «negros de África», que «son caníbales», que «dan repugnancia natural» y que no deberían encargarse más que a trabajar las cañas de azúcar, según ella. Joyas como esas nos las podemos encontrar en el libro a puñados, pese a que muchas veces Carmen repita una misma cosa en varios capítulos. Defiende, obviamente, la monarquía (más «protocolaria») ante la república (más «ordinaria»).
Poco a poco nos vamos dando cuenta de que Carmen no sentía amor por Mario, sino compasión. Y, mientras le recrimina sus posibles infidelidades, va desvelando un desliz que había tenido unos días antes con un tal Paquito Álvarez, un don nadie hace veinte años que ahora tenía un cochazo y que la había besado, la había echado sobre la hierba donde no los veía nadie y le había roto la ropa (aunque ella juraba que no habían pasado de ahí). Porque, esa es otra, Carmen, además de criticar a los demás, no para de justificarse a sí misma (me recuerda a un tema del que me examiné hace poco en la universidad sobre el error de atribución, que quiere decir que muchas veces atribuimos en exceso cosas como que la conducta de los demás es el resultado de causas internas y la nuestra, de causas externas, justificándonos así y criticando a los otros a quemarropa).
Al final, nos cuenta Carmen que, días antes de morir, Mario lloraba mucho sin razón y que, por las noches, tenía miedo «de que llegara» alguien que Carmen desconocía (mi hipótesis es que Mario temía que vinieran a llevárselo algún día por rojo). De hecho, a Mario llegan a diagnosticarle una depresión. Aun así, Carmen le insulta ocasionalmente con palabras como «zascandil», «adoquín» y «alcornoque», a cual más pintoresca. En el último capítulo, Mario hijo será quien le recrimine esta vez a su madre su actitud de «los buenos son los católicos y los malos los demás» que hemos visto a lo largo de la novela.
Este libro, aunque sea en su gran mayoría un monólogo, se hace ameno y ágil gracias a cómo escribe Delibes, porque parece que Carmen nos está contando un cotilleo constantemente, y yo por lo menos no he perdido el interés en ninguna página. Mario y yo compartimos muchas características físicas y de carácter ahora que me doy cuenta. Hay muchas características de Mario que no he nombrado aquí por falta de espacio y que yo realmente detecto en mí. Me gustaría hacer algún día un estudio sobre este libro, en serio, me parece que tiene tanto jugo que sacar… Algún día lo haré y lo relacionaré con la Guerra Civil, la posguerra o algo por el estilo, lo prometo.
Postdata: CARMEN ES EL PERSONAJE LITERARIO QUE MÁS ODIO, Y MIRA QUE HE LEÍDO CADA LIBRO Y CADA PERSONAJE PARA ECHARLE DE COMER APARTE. Esto lo pongo incluso en mayúsculas, porque no aguanto a Carmen, madre mía, qué odio me ha hecho sentir Delibes contra ella. Admirable este libro y, por supuesto, más que recomendable. Ya está en mi exclusiva lista de mis 15 libros favoritos, porque se lo merece. Gracias, Delibes, por escribir esta delicia. Gracias, maestro.
4 respuestas a “Cinco horas con Mario, de Miguel Delibes”