Las estatuas de agua (Alpha Decay, 2015), de Fleur Jaeggy y traducido por María Ángeles Cabré.
La imagen de la cubierta me enamoró. Me encanta ver imágenes de cuadros en las cubiertas de los libros. Además, conocía a la autora, porque ya leí su novela Los hermosos años del castigo. Leer Las estatuas de agua (Alpha Decay, 2015), de Fleur Jaeggy (Zúrich, 1940) y traducido por María Ángeles Cabré, ha sido una experiencia decepcionante por lo enrevesado de la historia: desazonadora. No la he abandonado, en definitiva, porque tiene poco más de cien páginas.
Esta novela está protagonizada por Beeklam, un hombre que vive junto a su criado Victor en un sótano de Ámsterdam rodeado de estatuas. Habla con ellas y les cuenta sus recuerdos de infancia. Beeklam tiene la muerte y el paso del tiempo siempre presentes. Un día, abandona su sótano para ir al encuentro de Katrin, una mujer joven.
La narración se alterna entre la primera y la tercera persona y provoca que la historia se difumine y confunda. En esta extraña obra plagada de simbolismos predomina la narración frente a los diálogos. Además, cuando estos aparecen lo hacen con la estructura de una obra dramática. La narración —cruda, no por su sordidez sino porque es incomestible y produce indigestión— es solemne, poética y muy metafórica, rayando lo culto en el lenguaje utilizado.
La distribución del texto es original. De hecho, aunque supera por poco el centenar de páginas, muchas de estas no están escritas de arriba abajo. Son como retazos de una vida repartidos por las páginas, donde además diálogos y personajes permanecen hilados bajo un palio oscuro.
La muerte de su madre y la relación fría con su padre inundan la narración al igual que su obsesión por la belleza de las cosas vítreas y pétreas. El sótano, en línea con el agua, parece inundar la mente del protagonista, que se ahoga en contemplaciones tediosas. Es un personaje sobrecogido por el crepúsculo y por sus fragmentos de sombra cuando este vacía de colores el jardín. El resto de personajes, unidos a Beeklam, son entes que se mueven con lentitud y que parecen dedicarse exclusivamente a ver pasar el invierno.
La obra, dividida en dos partes, consta además de un epílogo. No he visto sentido ni progresión a la historia: todo es confuso. Hay muchos elementos indescifrables, quizás simbólicos para la autora —y, por tanto, solo ella podría explicarlos y quitarles ese halo opaco que impide comprenderlos y penetrar en la obra—. El pasado se impone en todo momento, pero es insuficiente para sostener esta historia.
La trama carece de carga visual por lo difuso de la acción y obstaculiza que el lector conecte con la historia. Aunque hay algún pasaje o frase concreta que engancha como cita, los personajes son demasiado solemnes y alejados de la realidad. Los personajes son perfectos desconocidos que carecen de estructura y psicología. La espesura verbal, además, enreda al lector y entorpece la narración. El lenguaje, laberíntico y empalagoso, pone la guinda a una obra que no se salva por mucho que lo intentemos. La narración es, en definitiva, más de masticar que de morder.
Autora de otras obras más conocidas que esta como S.S. Proleterka y El último de la estirpe, Jaeggy aquí me ha decepcionado. No parece que Los hermosos años del castigo —que no me gustó demasiado, pero sí más que esta— y Las estatuas de agua estén escritas por la misma persona y, sin embargo, así es. Esto demuestra la capacidad de la autora de disfrazar su pluma, pero, sintiéndolo mucho porque tenía expectativas altas, esta novela deja mucho que desear.