Diez días en un manicomio (Buck, 2009), de Nellie Bly y traducido por David Cruz.
La isla de Blackwell, ahora conocida como isla de Roosevelt, se yergue con forma de lanza en mitad del agua. Situada en Nueva York (Estados Unidos), esta isla albergó un centro psiquiátrico en el que se introdujo Nellie Bly (1864-1922) para investigar las condiciones en las que vivían las mujeres internadas allí.
Este volumen es un trabajo periodístico que llevó a cabo Elizabeth Jane Cochran, cuyo seudónimo era Nellie Bly. Recibió el encargo de retratar la estancia de las mujeres en aquel centro psiquiátrico público desde el medio en el que trabajaba —el New York World— y por ello ingresó haciéndose pasar por una mujer enajenada a la que luego le costó un poco demostrar su cordura para poder salir.
Entre los muros del centro psiquiátrico, Bly nos hablará de las malas condiciones en las que viven las mujeres internas, la comida en mal estado, el agua sucia y el trato denigrante, en definitiva, de las enfermeras hacia esas pobres mujeres.
Dividido en diecisiete capítulos, este volumen ahonda en la experiencia de Bly en ese centro psiquiátrico, pero también incluye dos textos al final donde la autora nos cuenta brevemente su experiencia de desempeñar dos oficios.
Bly narra toda su experiencia en primera persona, desde el mismo momento en que decidió fingir su locura en un hogar de mujeres. Allí la recogieron para llevársela a un hospital. Mientras recorre diferentes escenarios hasta llegar finalmente a la isla de Blackwell, la autora nos va hablando del amplio elenco de personajes que se cruza por su camino: el juez Duffy —poseedor de una bondad inigualable—, la señora Stanard, la señorita Grupe…
«—¿Qué es este lugar? —le pregunté al hombre que tenía los dedos hundidos en mi brazo.
—La isla de Blackwell, un lugar para locos del que nunca saldrás», se dice en uno de los pasajes del libro. Blackwell resulta como Alcatraz. Es un bastión inexpugnable. La propia Bly dice que Blackwell es una trampa: es muy fácil entrar, pero muy difícil salir.
Una vez en Blackwell, la autora mostrará más motivos de enajenación al decir que procede de Cuba —para demostrarlo chapurreará alguna palabra en español de vez en cuando— y que se llama Nellie Brown. En otros momentos, cuando a ella le parece adecuado, en lugar de Nellie Brown dice llamarse Nellie Moreno, para demostrar aún más el mal estado de su psique.
Su caso se hace famoso a nivel local. Tanto, que algunos reporteros van hasta Blackwell para intentar hablar con ella. Pero eso es precisamente lo que Bly quiere evitar, porque no quiere que la reconozcan y se den cuenta de que se trata de una farsante, de un intento suyo de inmiscuirse en esa institución para sacarle las vergüenzas, porque las tiene a mansalva.
Allí, Bly se dará cuenta de las pésimas condiciones en las que viven las internas. Reciben baños de agua helada, insoportables para cualquier ser humano esté cuerdo o no. Además, Bly se interna a finales de septiembre, pero el frío es inhumano y no puede resistirse con la ropa vieja, rota y escasa que le proporcionan a cada interna. Las condiciones infrahumanas llegaban hasta límites inimaginables, pues no solo se quedaban en la comida infumable que servían —«Si lo hubiesen cocinado la semana anterior, hubiese estado más caliente», llega a decir— o la escasez de higiene —había dos toallas con las que debían secarse la cara las cuarenta y cinco internas, tuvieran erupciones cutáneas o no, daba igual—.
Las propias pacientes limpiaban el centro psiquiátrico. Bly, en una ocasión, se encontró una araña en el pan duro, seco y negro de la cena. Lo peor de todo era el maltrato físico y psicológico que narra Bly y que hace que al lector se le pongan los vellos de punta. A veces, las enfermeras se llevaban a rastras a alguna enferma que, callada en su sitio, no molestaba. La apalizaban en alguna habitación del centro, la ahogaban y cuando la paciente perdía el conocimiento o se rendía de luchar por su vida, la dejaban en paz y se reían de ella.
Pura maldad es lo que narra Bly en estas páginas. Si no se rinde obediencia, sumisión y silencio extremos, se pagan las consecuencias. Y si lo hacen, también. Frente a la maldad de las enfermeras estaba el desdén de los médicos, que no prestaban atención a las internas, no valoraban progresos ni las escuchaban cuando estas les pedían que les hiciera un reconocimiento porque no estaban locas. ¿Para qué están ahí esos médicos si no hacen su trabajo?, pregunta Bly, que añadirá: «Tan sólo cuando uno se halla en dificultades comprende la poca comprensión y amabilidad que hay en el mundo».
La autora tan solo narra uno de sus días entre esas paredes, porque dice que los diez días que permaneció allí fueron igual de crueles y espeluznantes. El día que Bly relata parece eterno por la crudeza y la sobriedad de lo que vive la autora allí. Mujeres que gritan en mitad de la noche, por ejemplo, rogando a Dios que la deje morir. «Desde que entré en el centro para enfermos mentales de la isla no intenté seguir con el falso personaje de loca, sino que hablé y actué como lo hago en la vida real. Y, aunque suene extraño, cuanto más sensatamente hablaba y actuaba, más loca me consideraban todos», dirá la propia Bly.
Dos semanas después de que la autora consiguiera salir, fue con jueces a ver el lugar para denunciar presencialmente la situación de insalubridad y malas condiciones de trato, higiene y alimentación del centro. Cuando llegaron, todo estaba en perfecto estado de revista, pese a que la visita, se suponía, era inesperada. Pese al juego sucio, al ocultamiento de pruebas y a los tejemanejes entre médicos y enfermeras, el tribunal aceptó aportar más dinero y mejorar las condiciones de aquel lugar gracias al texto publicado por Bly. Es admirable la capacidad de fingimiento y el temple que tuvo la autora para mantenerse en pie durante diez días en un centro como aquel.
Según Bly, algunas de las mujeres que había allí no eran enfermas mentales, pero nadie las atendía ni las escuchaba para subsanar ese error. Tantas vidas y tantas historias, cada una curiosa e interesante. En aquella época, la situación era tan diferente, había tantas injusticias, tanto silencio, que todo estaba permitido. Teniendo en cuenta los medios y los conocimientos psiquiátricos de entonces, no es difícil imaginar las atrocidades de lugares como ese. Y más aún tratándose de mujeres.
Tras esta experiencia, Bly nos habla en apenas unas páginas de su experiencia como sirvienta. No cuenta cómo fue su experiencia trabajando de sirvienta, porque no llegó a serlo, sino cómo fue presentarse en una agencia de emplear mujeres. Por ejemplo, nos relata que había que abonar un dinero que luego no te devolvían y había multitud de mujeres igual que ella, deseosas de poder trabajar para llevar dinero a sus casas.
Finalmente, Bly también nos cuenta su experiencia haciendo cajas de papel. En ese oficio conocerá a una mujer que, por ejemplo, afirma apreciar ese trabajo porque allí sus jefes le dan los buenos días, algo que no le ocurría en sus anteriores ocupaciones. En todos estos casos, ella va preguntando a compañeras, jefes y capatazas como una trabajadora interesada por los sueldos y las condiciones de trabajo, pero en realidad está ejerciendo el periodismo a partir de estas entrevistas aparentemente inocentes.
En definitiva, este libro de Bly es, probablemente, su obra más conocida, por tratarse de un trabajo periodístico sublime que retrata una sociedad y un problema social: el desconocimiento de todo lo relativo a la salud mental y el trato despectivo hacia las enfermedades mentales.
Quien me conozca sabrá de mi pasión por las enfermedades mentales y por los libros que tienen lugar en centros psiquiátricos como este, ya se trate de ficción o no ficción. Por eso he leído unos cuantos: Notas desde un manicomio, de Christine Lavant; La otra verdad, de Alda Merini; Los renglones torcidos de Dios, de Torcuato Luca de Tena; Estar enfermo, de Virginia Woolf, y Todos los perros son azules, de Rodrigo de Souza Leão.
Tiene una cubierta simple y sobria y una tipografía no demasiado adecuada para ser leída —creo que las tipografías con un serif menos marcado son mejores—, además de párrafos muy largos a veces en los que vendría bien añadir algún punto y aparte. Excepto algunas mejoras con respecto a la edición, considero que el texto es impecable y que esta obra debería ser más leída para darnos cuenta de una realidad que retrató a la perfección una de las grandes periodistas de los siglos XIX y XX. Finalmente, querría terminar con una de las tantas citas destacables del libro:
«Al pasar bajo una sala, donde un grupo de indefensas lunáticas estaban encerradas, leí un lema en la pared: «Mientras hay vida hay esperanza»». Me sorprendió lo absurdo que allí sonaba. Me hubiese gustado colocar sobre las verjas que dan entrada al sanatorio la siguiente frase: «El que aquí entre que abandone toda esperanza»».