Tocar los libros (Fórcola, 2016), de Jesús Marchamalo.
Qué placer produce tocar los libros…
Tocar los libros (Fórcola, 2016), de Jesús Marchamalo, es un libro que todos los bibliómanos, bibliófagos, bibliófilos y bibliópatas como yo deberían leer. Es muy breve y está lleno de imágenes de lo más placenteras (eruditos escritores con estanterías abarrotadas de volúmenes tras ellos, qué más se puede pedir). Con un prólogo de Luis Mateo Díez y un epílogo de Javier Jiménez (que, al parecer, es el editor de Marchamalo), este libro es un compendio de anécdotas que el autor nos cuenta a partir de infinidad de curiosidades literarias.
Aquí se habla, por ejemplo, sobre dónde se suelen colocar los libros, y cómo se ordenan cuando no caben más. Yo, personalmente, he intentado ordenarlos más de una vez por editorial, pero me rendí, y ahora mismo los tengo mezclados. Aun así, suelo encontrarlos rápidamente. Marchamalo hace referencia a multitud de escritores y escritoras para hablar sobre cómo ordenan ellos y ellas sus libros, y también sobre sus manías o sobre qué hacen con ellos. Gastón Baquero es un escritor cubano que Marchamalo nombra porque, al parecer, tenía libros por toda su casa, e incluso había que apartarlos de las sillas cuando uno se quería sentar. O que, por otro lado, Eduardo Mendoza apenas tiene dos o tres centenares en su casa, porque se deshace de ellos en un intento por ganarse el favor de Marie Kondo, ya sabes, la japonesa afín a no tener más de treinta libros en una casa para mantener el orden (y la ignorancia), que en realidad parece no ser cierto.
Ese, precisamente, es un problema: ¿Cómo deshacerse de los libros? Yo, sinceramente, no he sido capaz de deshacerme de ninguno por ahora. Creo que hasta el peor libreto tiene cabida en alguna de mis estanterías. Y ante la pregunta «¿terminar los libros que no nos gustan o dejarlos a medias?», qué puede responderse. Yo hace dos años dejé cuatro libros por la mitad o el principio porque no pude con ellos, me aburrían. El año pasado puse toda mi voluntad en terminarlos aunque me costase, pero precisamente antes de leer este libro dejé uno en la página 97 porque me fue imposible concentrarme en él. Y este año ya he dejado uno (Tiempo de silencio, de Luis Martín-Santos, que no había por dónde cogerlo). Cuando tenga menos libros pendientes de leer puede que le dé otra oportunidad.
Esta «Biblia para bibliófilos» también habla sobre la publicación masiva de libros cada año, que hace imposible que podamos seguir el ritmo de los nuevos títulos que van saliendo al mercado. O de los libros intonsos, que yo no sabía lo que eran hasta poco antes de leer este libro, pues me encontré en una librería de viejo con un volumen de Ramiro de Maeztu que nadie había leído jamás porque tenía las páginas pegadas. Me pregunto dónde habría estado ese libro durante toda su existencia (ochenta años) y cómo nadie lo ha leído.
Y de no leer nada pasamos al otro extremo. Conozco a una mujer que me confesó en una ocasión que estaba leyendo siete libros a la vez (me reí mucho por entonces imaginando que uno era el catálogo de IKEA, otro el de Hipercor, etcétera). Yo soy partidario de ir de uno en uno. Dos a la vez como mucho (uno de narrativa y otro de poesía para compensar). Pero siete ya es demasiado a mi parecer. Como digo, yo suelo leer de uno en uno, aunque tengo otros libros a los que echo mano cuando me aburro de leer el «principal», y llevan ahí de ‘segundo plato’ mucho tiempo. Espero terminarlos y reseñarlos algún día, porque también tienen derecho.
Marchamalo también habla sobre los libros firmados, las dedicatorias y su encanto. Yo tengo unos cuantos libros firmados (no sabría decir cuántos, cada cual con su gracia y algo curioso). Por ejemplo, María Elvira Roca Barea me firmó sus dos libros en la parte inferior derecha de una de las primeras páginas (en el libro, Marchamalo dice que Baroja los firmaba en la parte superior derecha, y lo justifica con una fotografía). Mikel Santiago me firmó dos de sus libros haciendo un curioso y divertido dibujo en cada uno de ellos. La letra difícil de Javier Sierra o la afectuosa dedicatoria de Gonzalo Giner tampoco se quedan atrás. O las de autores que conozco personalmente desde hace tiempo, cuyas dedicatorias van más allá de abrazos y me desean suerte y que nuestra amistad perdure por siempre.
Algo que no está bien visto últimamente es escribir en los libros, subrayarlos, escribir notas en los márgenes… Yo casi nunca lo hacía antes, pero como suelo ir a contracorriente con respecto a las modas, pues ahora que eso es tan criticado yo lo hago ocasionalmente, aunque lo que más hago es poner pósits en los ensayos que voy leyendo (en las novelas, no). Escritos, subrayados o pulcros, sea como fuere, lo que sí está claro es que perder libros es una tragedia para bibliópatas como yo. Pero no me refiero a prestarlos y no volver a verlos (que también), sino a tener que marcharte al exilio en plena Guerra Civil y dejar atrás tu amplia biblioteca. Esto fue lo que les pasó a escritores como Ramón Gómez de la Serna, Antonio Machado, Pedro Salinas o Juan Chabás, que dejaron atrás sus libros, algunos de ellos se incendiaron a partir de las bombas que cayeron en sus casas y se perdieron para siempre.
Libros que no se perdieron para siempre después de incendios fueron los que, según cuenta Marchamalo, Pérez-Reverte recogió de entre las cenizas de la guerra de Bosnia y que ahora guarda en su casa. Yo siempre que voy a algún lugar fuera de España de viaje, me gusta ir a las librerías y comprarme algún libro en la lengua original que no esté traducido al español. Aunque sea en árabe, me da igual, pero creo que es patrimonio de un país, de una lengua, de una cultura, y quiero tenerlo conmigo.
Si algo así pasara y tuviera que elegir solo un libro para llevarme a una isla desierta (otro difícil reto del que habla el libro) no sabría cuál elegir, aunque posiblemente cogería la antología poética de Pedro Salinas, para deleitar mis tediosos días de sol y palmeras con su magnífica poesía. Sea como fuere, yo los voy a seguir conservando todos, y voy a seguir comprando más. Marchamalo también nos confiesa en el libro que Dámaso Alonso (uno de mis poetas favoritos), en una entrevista, aseguró que, por las mañanas, después de desayunar, asearse y vestirse, se ponía en la puerta toda la mañana para impedir «que entre en esta casa un solo libro más».
«Un librito que tiene mucho de breviario, donde se condensa, con un estilo intenso, destilado, con un tono lírico y a veces hasta elegíaco, todo lo que se puede decir con sentido sobre el amor a los libros». Así definen a este libro. Y estoy totalmente de acuerdo. Espero ansioso la aparición de más libros como éste que nos permita deleitarnos a aquellos que sufrimos de la terrible enfermedad de acumular libros y de leer desorbitadas cantidades de volúmenes. Aquí estamos esperando, y somos muchos. Os esperamos con las páginas abiertas.
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