Tienes que mirar (Impedimenta, 2021), de Anna Starobinets y traducido por Viktoria Lefterova y Enrique Maldonado.
Una tarde de enero de 2022, mientras hacía ejercicio en la bici estática, me entretuve mirando la película dominguera que mi madre estaba viendo. La protagonista había perdido al hijo que esperaba. Tras superar el duelo, una amiga la convenció para asistir a la fiesta que celebraba una conocida común. En el encuentro, una mujer se le acercó, le dio el pésame y añadió que si había ocurrido así era porque Dios lo había querido. La protagonista, llena de rabia, le preguntó qué clase de Dios era ese que mataba a un embrión y dejaba destrozada a su familia. Yo, desde la bici, la apoyé en voz alta con las pocas fuerzas que me quedaban porque el comentario de la señora era aborrecible, irrespetuoso e insolidario.
En noviembre de 2012, la periodista, escritora y guionista Anna Starobinets (Moscú, 1978) estaba embarazada de cuatro meses. En una visita al médico, le dijeron que su hijo no iba a vivir, así que debía tomar una decisión que, como dice la contracubierta, se convirtió en una historia de terror: seguir con el embarazo aun sabiendo que su hijo viviría como mucho unas horas o deshacer el embarazo.
Tienes que mirar (Impedimenta, 2021, con traducción al castellano de Viktoria Lefterova y Enrique Maldonado) fue finalista del Premio Nacional de Best-Seller en 2018 y es el testimonio de la trágica experiencia de su autora. La novela comienza con la narradora yendo a una ecografía. Allí, el radiólogo detecta una anomalía en el feto. Al principio lo llama «niño», pero luego, cuando se lo detecta, Starobinets nota que lo empieza a llamar «feto», como si su transformación se hubiera interrumpido para siempre desde el descubrimiento de la malformación.
Después, la narradora va a un especialista, que le da el mismo pronóstico. Ella ya tenía una hija, pero este suceso la divide en dos: la que sigue viviendo y la que vigila, observa y cuida de la otra, apartada de la rutina y del mundo real, desconectada para no sufrir. Para colmo, la misma tarde de la ecografía, el bebé se mueve por primera vez dentro de ella. Siente su existencia, para ella ya es tangible, y no se cree capaz de interrumpir el embarazo, aunque la otra opción también sea dolorosa para ambos.
Starobinets acudió a muchas clínicas de Rusia y a la Charité, en Alemania, a la que menciona en la dedicatoria, gastándote mucho dinero. En esta última, el acceso a pruebas o el proceso de decisión del aborto fueron mucho más cómodos y humanos que en Rusia. Una de las doctoras a las que consulta le da un hálito de esperanza, pero aun así el diagnóstico es unánime y todos saben qué pasará si decide seguir adelante con el embarazo. Mientras, el tiempo pasaba y se le agotaba para decidirse. Además, veía a su alrededor cómo todo el mundo era feliz pero ella no.
La narradora no solo acude a médicos, sino que también bucea en internet en busca de respuestas o de comentarios de madres en su misma situación para sentirse acompañada en el infierno de ver peligrar la vida de su hijo. Reconoce que envidia a otras madres, y critica a las «futuras mamis», como se refieren a sí mismas en los foros femeninos. El lector agradece la honestidad de Starobinets, que no tiene reparos en reconocer que siente envidia y que esta no es más que el resultado de la rabia por ver que otras mujeres tienen lo que ella no va a poder tener. Que a otras les va bien y a ella no, sin que ellas hayan hecho méritos para merecerlo y ella no.
A partir de entonces, Starobinets narra su dilema durante los siguientes meses. Acude a más médicos e incluso viaja de Rusia a Alemania para asistir al Hospital Charité de Berlín. Describe cómo son la maternidad, la pérdida de un hijo que ha nacido y la asimilación del cuerpo y la mente de la madre. Usa los nombres reales de personas y lugares en su recorrido por esa desgraciada experiencia. Porque dice la verdad y no tiene miedo. Ante una desgracia, la primera fase es la de la negación. Después, la ira. Starobinets experimenta ambas en un brevísimo espacio de tiempo. Porque la vida corre, la malformación de su bebé también, y no hay tiempo ni pararse a procesarlo.
Transcribe opiniones de mujeres que vio en internet y que estaban embarazadas de niños con malformaciones. Asimismo, encontró comentarios terribles de otras mujeres que criticaban a las madres que abortaban («matan a sus hijos», decían, pues «Dios […] es el único que puede decidir quién vive y quién muere»). Cuando leyó opiniones en inglés, no encontró tanta deshumanización, por lo que comenzó a pensar que era algo intrínseco de la sociedad rusa, donde las clínicas privadas eran reticentes a practicar abortos. Además, el aborto era una palabra tabú. La Madre Rusia, de fe ortodoxa, solo puede atender a sus hijos sanos. Si el bebé viene con una malformación, ni siquiera se merece que se atienda con humanidad a los padres.
Después del diagnóstico del bebé que espera, además de su felicidad, se desvanece la humanidad de aquellos que la atienden en su país. En el aseo de una clínica, en mitad de la ecografía… la deshumanización se extiende y la ataca. Nadie se preocupa por ella, nadie le dedica palabras de consuelo, como si no existiera o como si lo que le ocurre fuera natural. De hecho, un doctor dice mientras le practica la ecografía: «Con esta clase de malformaciones, los niños no sobreviven». Lo dice en voz alta, pero no se lo dice a ella, que lo escucha y queda impactada.
A raíz de esta experiencia de deshumanización por parte de los profesionales que la atendieron en las clínicas de su país, Starobinets hace una crítica feroz a las mismas y al sistema de salud ruso en general. Escribe sobre la ética de la medicina y de los doctores sin escrúpulos ni sentimientos. En Rusia, dice la narradora, «a veces te cruzas con personas que consideran necesario decir “lo siento” o “qué pena”, pero son una excepción». Compara el trato en las instituciones en las sociedades desarrolladas y en las subdesarrolladas. En este último grupo incluye, claro, a su país, Rusia.
La autora va a una psicóloga en Rusia que prioriza medicación y hospitalización, algo que ella rechaza. Luego, en Alemania, acude a un psicólogo que apuesta por medidas más saludables para curarle la neurosis generada por la tragedia. Y se cura. Las dos caras de la misma moneda. La diferencia entre Occidente y Rusia, dice la autora, es que en Rusia, todos, desde los hospitales hasta los ciudadanos, creen que el dolor es la norma, mientras que en Europa no creen que haya razón para sufrir. Hay mucha influencia religiosa en ello. La religión, de nuevo, haciendo tanto daño a la salud mental y física de las personas.
Hay un machismo terrible interiorizado en actos que parece inocentes. Por ejemplo, impedir el paso a los hombres para que acompañen a sus esposas a las clínicas de especialización. La mujer debe lidiar en soledad con ese dolor porque algunos consideran que les corresponde a ellas. Además, empieza a buscar culpables, pero como no los hay, decide culparse a sí misma. De nuevo el círculo del dolor que vuelve a las mujeres para que ellas, solo ellas, lo padezcan.
Pese al machismo y a la deshumanización, que es el tema central de su periplo, la narradora encuentro algo de humanidad entre el personal sanitario del Charité y las mujeres radiólogas, no así entre los hombres. Podríamos pensar que esto se debe a que las mujeres son más empáticas con la circunstancia del embarazo porque saben o al menos intuyen lo que supone. Pero esta no es la razón, pues ahí quedan los comentarios negativos y aborrecibles de las mujeres en los foros de internet.
Caben destacar las comparaciones con animales que establece a lo largo de su desgraciado recorrido. Starobinets, su marido y su hija se llaman a sí mismos la familia Tejón, y el bebé que está en camino es, para ellos, MiniTejón. De dos mitades de mujer pasa a ser dos mitades de lombriz. Así se llama, como un animal sucio que se arrastra. Y de lombriz pasa a rata.
Es curioso, porque en su novela El vivo Starobinets ya anticipó una historia exacta a la que ella vivió años después, sobre una mujer que acude a una ecografía donde le dicen que su hijo tiene una malformación.
Tienes que mirar es un libro humano basado en hechos reales, un memoir que habla sobre el duelo, el trauma, el silencio, el dolor y, en definitiva, cómo sobrevivir y resistir después de perder lo que más se quiere: un hijo. Starobinets dedica el libro a las personas más importantes de su familia, como sus padres, su marido y sus hijos. En el prefacio, dice que no ha sabido cómo expresar su historia de otra manera que no fuera a través de la literatura, que es lo único que sabe hacer.
La autora resalta la importancia del lenguaje y la humanidad para levantar la moral, la autoestima y los sentimientos de aquellas personas que están atravesando un duro trance. Por ejemplo, con un gesto aparentemente tan banal como llamar «bebé» al embrión en lugar de «feto». Finalmente, un epílogo muy emotivo cierra un libro que conmueve de forma inevitable al lector. Muchas veces en la vida, aquello que deseamos se encuentra en las antípodas de aquello que nos ocurre o, si queremos pensarlo así, aquello que el destino nos impone.
Las comparaciones son odiosas o… si te gustó este te gustará aquel (siempre salvando las distancias): Este libro me ha recordado a otros donde sus autores hablaban sobre la pérdida de sus hijos, aunque en esos casos llegaron a nacer. Estoy hablando de Mortal y rosa, Francisco Umbral, y Lo que no tiene nombre, de Piedad Bonnett. José Ángel Valente y Chantal Maillard son dos poetas que también perdieron a sus hijos, y este suceso se refleja en algunos de sus poemas. Aparte, el tema de la deshumanización me ha recordado a la reciente muerte (reciente en el momento de escribir la reseña, febrero de 2022) de René Robert, un fotógrafo francés que ha muerto de hipotermia en la calle tras una caída y al que nadie ha asistido. Nadie se ha parado al ver a un hombre en suelo a preguntarle siquiera si estaba bien. Ha muerto porque nadie se fijó en él o, aún peor, nadie quiso saber nada de él.

