Bibliofrenia o la pasión irrefrenable por los libros (Melusina, 2010), de Joaquín Rodríguez.
En la actualidad, aquellos libres de bibliopatía, la enfermedad de la literatura, no entienden que un aquejado de ella acumule libros por encima de sus posibilidades económicas y vitales. No va a conseguir leer todos los libros que tiene en su vida y aun así sigue adquiriéndolos. Para colmo, siempre está esa persona, como digo, libre de la enfermedad, que formula la pregunta maldita: «¿por qué no te lees los que tienes antes de comprar más?». Ilusos…
Bibliofrenia o la pasión irrefrenable por los libros (Melusina, 2010) es un libro sobre coleccionistas de libros. Antiguamente, tener libros estaba al alcance de muy pocos. Tener una biblioteca con muchos volúmenes era muy costoso, pues el método en que estos se producían era más lento y caro. Por eso, aquellos que las tenían y que acumulaban libros podían considerarse privilegiados y solían ser nobles y aristócratas.
Joaquín Rodríguez expone la vida de veinticinco hombres (ninguna mujer tenía ese privilegio antiguamente, claro) que padecieron la enfermedad por acumular libros, y además no libros cualquiera. Los capítulos suelen tener tres o cuatro páginas, lo cual es de agradecer si además tenemos en cuenta que llevan imágenes y que el libro es de formato reducido. De hecho, duran más tanto el prólogo como la introducción por separado que cualquiera de los capítulos.
Rodríguez habla de diferentes bibliófilos e incluye fotografías en blanco y negro de ellos o bien pinturas si eran anteriores a las cámaras fotográficas, así como de lugares u objetos. En la introducción del libro, el autor dice que puede afirmar que ningún objeto se parecerá a un libro y a la experiencia que nos proporciona la lectura en soledad de un libro físico. Pero justo en el párrafo siguiente dice que se ha presentado un libro electrónico que promete desterrar los libros físicos a las bibliotecas y a lugares oscuros y antiguos. De hecho, Rodríguez menciona un término que desconocía: «bibliósofo».
En 1809 se publicó el primer libro que llevaba la palabra «bibliomanía», reconociendo así esta enfermedad. Hay algunas historias apasionantes como el caso de robo de libros o de acumulación obsesiva. Se habla de un bibliófilo llamado Richard Heber, que compró ocho viviendas para almacenar en ellas sus libros porque no le cabían. Las tenía repartidas por Europa aunque cuatro de ellas estaban en Inglaterra y la mayoría en el norte de Europa. Llegó a tener según se dice 150.000 libros, aunque hay otras fuentes que apuntan a los 300.000.
Pero el primer bibliófilo que abre este libro es Henry E. Huntington. Este hombre tenía una biblioteca junto a un mausoleo y quiso ser enterrado junto a sus libros. Se considera su colección como una «colección de colecciones» porque compraba literalmente colecciones enteras a otros bibliófilos y volúmenes caros, como una Biblia de Gutenberg o una primera edición de un libro de Shakespeare por 55.000 dólares de la época.
Hay otros casos de bibliófilos que no son dueños de sus libros, sino esclavos de ellos, ya que cometieron delitos por querer tener más. De ahí nace otro término con la raíz «biblio-»: la biblioceptomanía. Se habla de bibliófilos como Samuel Pepys, que estableció una guía sobre cómo podría ser una biblioteca de caballeros. Tenía 3000 ejemplares de diversidad de lenguas y materias, solo una décima parte de lo que tenía Magliabechi, otro bibliófilo de la lista.
Hay otros personajes que, desde mi punto de vista, no deberían aparecer aquí porque su relación con los libros no fue nada espectacular, o al menos no más de lo ya conocido. Por ejemplo, Cicerón. Se incluyen algunas cartas suyas sobre el amor a los libros, pero no es nada extraordinario. A Petrarca, su padre le quemó los libros porque no se concentraba en su carrera de Leyes en la Universidad de Montpellier y solo sobrevivieron dos: la Eneida de Virgilio y la Retórica de Cicerón. Giacomo Casanova fue otro amante de los libros, y no es para menos, pues lleva el ars amatoria en su apellido.
Hay personajes que no solo acumulan muchísimos volúmenes, sino que los libros que reúnen son de gran valor por ejemplo por ser primeras ediciones y por ser obras de autores célebres como Cicerón o Voltaire. También es cierto que alguno de estos bibliófilos consiguió acumular tantos por falta de escrúpulos, lo cual es deleznable.
Bibliofrenia pretende contar historias curiosas, a veces extravagantes, con las que se pueda conocer a personajes enfermos de literatura y descubrir hasta qué punto puede llegar la bibliomanía. Sin embargo, no es un libro que aporte mucho más porque además la mayoría de las historias son poco interesantes, al menos desde mi punto de vista, excepto por alguna anécdota como la contada sobre Petrarca.
Fernando R. de la Flor, en el prólogo, vaticina que la llegada del libro electrónico va a destronar finalmente al libro físico y va a acabar con esa tradición de coleccionismo de libros para reunirlos todos en una pantalla. Quizás este mal augurio pueda explicarse con que el libro se publicó en 2010. En aquella época, sí es verdad que, tras la crisis económica, el libro electrónico tuvo un ascenso y el papel (tanto de los libros como de los periódicos) vio peligrar su existencia. De la Flor hace esa afirmación de un modo determinante, como si ya fuera real. Sin embargo, quince años más tarde, seguimos comprando y leyendo libros en papel, muchos más que libros electrónicos.
En la penúltima página del prólogo se dice: «La libido libresca es en rigor inextinguible», y así es. Hay quienes quieran destruirlos, ya sea desde las altas esferas del poder o desde el pueblo llano, lo hagan a propósito o de forma inadvertida sin leer libros y sin querer acceder a ellos pudiendo hacerlo.
Vivimos en una época en la que todo el mundo puede acceder a la información a través de internet, no solo a partir de los libros. Aun así, sigue habiendo personas que compran, acumulan y leen libros físicos tanto por la pasión de la lectura en físico como porque suponen una atracción para coleccionistas y fetichistas del libro en papel. Antes, la información solo se conseguía en los libros, y el placer de tenerlos en tu poder (recordemos que se hacían muchos menos volúmenes que hoy) era inconmensurable.
Quiero destacar la ilustración de la cubierta, que es sencilla: un cerebro cuyas conexiones, no sé si puede apreciarse en la fotografía, en lugar de ser líneas son la frase «lorem ipsum» repetidas. Además, es bonita la ilustración de la última página, una sirena de dos cabezas y pone «extra librum nulla salus». Fuera de los libros no hay vida, no hay escapatoria, pero quizás dentro tampoco si nos volvemos obsesivos. Recordamos que hay quien muere incluso en su biblioteca.
Las comparaciones son odiosas o… si te gustó este te gustará aquel (siempre salvando las distancias): He leído libros sobre bibliofilia (por ejemplo, El síndrome del lector, de Elena Rius), pero ninguno que hablara exclusivamente sobre personajes que padecieron la enfermedad de la lectura o de la acumulación de libros. El pensamiento negativo del autor del libro y del del prólogo suscribe en cierto modo la idea de Octave Uzanne en El fin de los libros, un libro en el que un escritor decía, a finales del siglo XIX, que el libro iba camino de desaparecer pronto. Y mira por dónde vamos.

