Matemos al tío (Impedimenta, 2014), de Rohan O’Grady y traducido por Raquel Vicedo.
Suele decirse que los niños y los borrachos siempre dicen la verdad. Sin embargo, ¿por qué no se cree más a menudo a los niños? ¿Porque se les atribuye una capacidad fantasiosa capaz de arrasar con todo lo demás? Es cierto que los niños tienen un gran mundo interior y que a veces suplen la realidad con él, pero quizás nos vendría bien escucharles con atención de vez en cuando, aunque solo sea porque ven el mundo con una mirada más limpia que los adultos.
El protagonista de Matemos al tío (Impedimenta, 2014, con traducción al castellano de Raquel Vicedo) es Barnaby, un niño huérfano de diez años al que envían a vivir con su tío a una isla de Canadá. Barnaby ha heredado diez millones de dólares y sospecha que su tío quiere matarlo para quedarse con su fortuna. Intenta avisar a los adultos de su alrededor, pero nadie le hace caso porque su tío es una persona admirable. Piensan que Barnaby tiene demasiada imaginación…
El día que Barnaby llega a la isla donde vive su tío, no lo hace solo. Con él viaja Christie, una chica rara que llega a la isla para pasar el verano en la casa de una amiga de su madre. Durante todo el viaje en barco, y hasta el final del verano, Barnaby y Christie mantienen una relación amor-odio con bastantes discusiones. Sin embargo, Barnaby sabe que Christie es la única en la isla que puede escucharle y ayudarle, y Christie se siente tan sola que se une a Barnaby, al verlo tan indefenso, para ayudarle. Christie anima a Barnaby para que mate a su tío. De hecho, planean durante casi toda la novela cómo hacerlo.
En la isla no cesan sus peleas y travesuras, pero también sus incursiones al bosque. En una de ellas descubren a Una Oreja, un puma al que los habitantes de la isla creen muerto pero que ha regresado para vengarse por haber sido disparado por ellos. El puma sabe que con apenas dos movimientos podría matar a los niños, pero como no quiere que lo vuelvan a perseguir y probablemente esta vez matarlo, se deja acariciar por los niños, que no tienen miedo ante él pese a que les gruñe.
Cuando Barnaby llega a la isla, su tío está de viaje, por lo que el matrimonio Brooks, que es un pedazo de pan, lo acoge en su casa y lidia con su mal humor y sus travesuras. Cuando su tío llega, Barnaby teme que finalmente lo mate, pero sus viajes lo mantienen fuera gran parte de las semanas, por lo que los Brooks se comprometen a cuidar de Barnaby mientras el tío esté fuera. El matrimonio Brooks trata a Barnaby con cariño y dulzura. Acaban de perder a su hijo y quizás lo buscan en él.
Los fines de semana que el tío vuelve, Barnaby debe quedarse en la cabaña con él. La autora no ahonda en la relación entre tío y sobrino en la cabaña que comparten durante pocos días. Aun así, parece que el tío hipnotiza a Barnaby para hacer y deshacer a su antojo, y así controlarlo. No sabemos hasta dónde llega la relación abusiva del tío para con Barnaby, pero el chico está todo el verano aterrado cada vez que ve a su tío o está con él. Además, se trata de su tío político, por lo que con más razón podemos pensar que no siente hacia Barnaby otro sentimiento que el de interés por quitarle lo que posee. Asimismo, con el paso de las páginas se irán desvelando acontecimientos turbios en el pasado del tío, un personaje extraño que parece esconder muchos secretos. Desde que este aparece en la historia, el lector es testigo de la planificación de dos asesinatos enfrentados. El que asesine antes, a priori, evitará ser asesinado.
En la isla no hay electricidad ni médicos ni policía, solo granjeros y ancianos, así que Barnaby se siente desamparado ante su tío, el comandante Murchison-Gaunt, un militar fornido que podría acabar con él de un soplido, como el puma. El único adulto que podría ayudarle es el sargento, el Montado Coulter. Fue el único superviviente de todos los hombres de la isla que fueron a la guerra —creo que se refiere a la segunda guerra mundial—, y tiene ese trauma. Como el resto de adultos, no cree las advertencias de Barnaby y lucha con sus propios fantasmas. Está enamorado de una mujer a la que escribe cartas que luego rompe y tira al mar.
Barnaby admira a Coulter y quiere ser como él de mayor, mientras que Christie está enamorada de él. Yo, como lector, he de decir que el personaje de Coulter es uno de los más buenos —«bueno» de bondad, de amabilidad— que me he encontrado jamás pese a que comete un gran error en la historia y a que intenta mostrarse como un tipo duro y el jefe de la autoridad de la isla.
Aun así, Coulter no es perfecto. Tiene un pensamiento retrógrado y está a favor de la disciplina y las palizas a niños para hacerlos hombres de provecho. Conforme avanza la historia, el lector se da cuenta de que en realidad es un pedazo de pan, como la familia Brooks. Solo es un hombre que no quiere ver su virilidad herida e intenta mostrarse férreo, pero que es más vulnerable que nadie.
El personaje de Christie parece eclipsado a veces por Barnaby, que es sobre el que se centra el núcleo de la historia. Sin embargo, Christie es una pieza clave en la supervivencia tanto física como psicológica de Barnaby en la isla. Christie, criada en la ciudad, pasa el verano en el campo, en la isla. Echa de menos a su madre y le entristece ser consciente de todos los sacrificios que hace por ella. El mal comportamiento de Barnaby y Christie, a los que más de una vez Coulter tiene que llamar la atención, puede deberse a que no están acompañados por familiares. En este caso, Barnaby no tiene padres y su único familiar está fuera casi todo el tiempo, mientras que Christie no está con su madre durante los meses de verano. Están, por tanto, en un lugar extraño con gente extraña, sintiéndose vulnerables y expuestos.
La autora trata temas como la muerte, la adaptación, la supervivencia, la familia, el peligro, el miedo y la rebeldía, además de la soledad y el amor que es imprescindible que reciban los niños. En una escena de la novela, Christie dice sobre el puma: «No parece muy feliz», y Barnaby le responde: «Eso es porque lo persiguen y nadie lo quiere. Sé exactamente cómo se siente». Barnaby se identifica con el animal porque también se siente perseguido por el hombre y nada querido. Esta es la escena en la que Barnaby se muestra más vulnerable y frágil, aunque durante toda la historia es palpable su necesidad de cariño, que es al final lo que todos buscamos y necesitamos.
O’Grady construye una historia con toques de fantasía, leyenda y realismo mágico y un ambiente embaucador con personajes singulares y extraños, como el tío de Barnaby o Una Oreja, que pese a ser un puma salvaje parece más humano que algún humano, y no es un decir. La autora retrata la infancia, incluye muchos diálogos, sobre todo entre los niños, que agilizan la lectura y basa todas las explicaciones de la trama en las conversaciones, a través de las cuales se conoce a los personajes.
¿En quién podemos confiar? ¿Los niños siempre tienen la razón? ¿Se cree menos a un niño travieso que a uno que no lo es? ¿Creerlo más que a un adulto es una buena opción siempre? Son preguntas interesantes que surgen tras la lectura de Matemos al tío. Además, cabe destacar que no solo no creen a Barnaby, sino que tampoco creen a un militar que envía una carta avisando de lo mismo de lo que avisa el chico. Por tanto, no se trata quizás de no creer a un niño, que también, sino de no pensar mal de una persona respetable.
Las comparaciones son odiosas o… si te gustó este te gustará aquel (siempre salvando las distancias): El Montado escribe cartas a su amada, pero luego las rompe y tira al mar. Este gesto me ha recordado a El baile de las locas, de Victoria Mas, donde la enfermera jefe del Hospital de la Salpêtrière escribía cartas a su hermana muerta, solo que ella las guardaba en una caja. Esta novela, que tiene algo de El señor de las moscas, también me ha recordado a Vardø, de Kiran Millwood Hargrave, porque ambas historias se desarrollan en islas pesqueras del norte —la de O’Grady en Canadá y la otra en Noruega—. Por último, hay un personaje, el tigre Una Oreja, que me ha recordado al tigrillo contra el que luchaba el protagonista de Un viejo que leía novelas de amor, de Luis Sepúlveda.

