Un amor (Anagrama, 2020), de Sara Mesa.
Cuando el lenguaje se incrusta en una historia, la narración moldea la comunicación y el verbo. En Un amor (Anagrama, 2020), el lenguaje se hace sólido y, al mismo tiempo, se desvanece entre los dedos como líquido. Sara Mesa (Madrid, 1976) ha escrito una novela donde el lenguaje ejerce fuerza sobre la historia. Dividida en tres partes y narrada en tercera persona, la historia está protagonizada por Nat, una traductora que va a La Escapa, un pueblo perdido en los recovecos inhóspitos de la España vacía.
Se muda allí con la única compañía de un perro que le regala su casero, un hombre impertinente y detestable. Su perro, más que una compañía es un dolor de cabeza, al igual que el peso y el paso del tiempo. La casa se muestra deficiente y los vecinos son algo hostiles. Allí aún predominan los prejuicios y los tabúes, son pilares sostenidos por el lenguaje, volviendo al tema principal. En esta novela turbadora, Mesa plantea dilemas morales y crea confrontación en el lector.
El nombre del pueblo representa la voluntad de huida de la protagonista, pero también produce sensación de peligro. Escucha ruidos extraños alrededor de la casa, pero confía en que todo vaya a mejor «cuando refresque», porque así es como empieza la novela. Rodeada por personajes pintorescos, teje lazos con algún vecino y busca conectar con su entorno, con su perro, con sus vecinos, con la casa, mientras observa esa especie de distancia de todo, del pasado y de un pueblo.
Intenta adaptarse, pero todo se ensucia aunque no para de limpiar. Quizás Nat también quiera eliminar esa suciedad también de alguna parte de su pasado. La narradora no presenta enseguida la vida ni el pasado de Nat, sino su presente en el pueblo, sus comienzos allí para abrir boca al lector y luego explorar las aguas oscuras y profundas, porque agua estancada es cosa mala.
A través del lenguaje explora su propia trayectoria en el pueblo y los avances que hace. No se rinde y se arma de fuerza y resistencia. En el personaje de Roberta, una vecina suya, el lenguaje rompe con la lógica. Por eso, la narradora analiza las interpretaciones asociadas al lenguaje y los hechos asociados a este al mismo tiempo que el silencio. Si todos son iguales, lo que les distingue es «todo aquello que los rodea», comenzando por las causas.
Nat viaja a La Escapa, en parte, para traducir en un entorno nuevo, quizás mejor. Pero allí se obstruye. A veces se introducen en la narración frases del libro que está traduciendo, que le sirven a Nat para hablar de su propio presente con un lenguaje ajeno. Un presente en el que ha de convivir, también, con sus vecinos de al lado, los residentes de la casa a la que llama El Chaletito.
Toda La Escapa habla en diferentes lenguajes. Allí todo se sabe, pero en ella nace la disparidad. Nat crea un lazo de unión que rompe los moldes y esquiva las habladurías de una pedanía escasa de lenguaje. Esa misma comunicación se utiliza como arma arrojadiza que separa el camino abrupto entre dos personas, a priori, destinadas a entenderse. Nat padece el sentimiento de no pertenencia a lugares y personas, la incomprensión, la culpa, el perdón y la soledad, pero reivindica una forma nueva de lenguaje en un pueblo donde ha de reinventarse.
Aunque no me gustó Cara de pan, decidí darle una segunda oportunidad a la narrativa de Sara Mesa por el éxito de su nueva novela. Aquella obra no me disgustó, y observé que hay muchas cosas positivas en las historias que ella cuenta, pero tampoco se convirtió en una autora a seguir. Sin embargo, leyendo esta novela suya he roto esa regla. Me ha gustado más que Cara de pan, pero tampoco tanto como para la repercusión que ha tenido. Aun así, una autora interesante en la que sí destaco algo que me gusta mucho: que pone en angustia al lector ante dilemas morales.
Las comparaciones son odiosas o… si te gustó este te gustará aquel (siempre salvando las distancias): Un amor me ha recordado muchísimo a La forastera, de Olga Merino. Desde el principio me olía el parecido, pero ha terminado siendo más que evidente. En ambas novelas hay una protagonista —mujer, de treinta o cuarenta y tantos años— que deja su vida para marcharse a un pueblo español y comenzar una vida en una casucha junto a un perro. Ambas se llevan mal con los vecinos, cada una con sus particularidades. Pero creo que el hecho de que estas dos historias tan similares se hayan publicado, además, el mismo año no es casualidad.
Además, también tiene mucho parecido con Los asquerosos, de Santiago Lorenzo. La protagonista de Un amor llama El chaletito a la casa que hay junto a la suya y a la que va una familia urbanita —matrimonio heterosexual, un hijo y una hija— cada fin de semana. Esta familia, aunque no se muestra abiertamente como los Mochufas de los que habla Lorenzo en su libro, sí es innegablemente de su detestable gremio.