El vendedor más grande del mundo (Grijalbo, 1992), de Og Mandino y traducido por Benjamín E. Mercado.
El ahora es todo lo que tengo.
EOg Mandino, El vendedor más grande del mundo
El vendedor más grande del mundo (Grijalbo, 1992), de Og Mandino y traducido por Benjamín E. Mercado, es un libro del que me esperaba otra cosa. Quiero decir que no creía que era este un libro de autoayuda (aunque lo ponga en la misma portada, no me había fijado, o no quería fijarme, no sé). No es un libro que me haya comprado, sino que me hice con él en casa de algún familiar o vino a mí de alguna forma ajena a mi consentimiento. El caso es que lo puse en el montón de libros que suelo tener próximos a leer, y cuando me tocó abordarlo (y mientras lo leí) me di cuenta de cuál era la verdadera realidad del libro. Craso error el mío.
A mí no me van nada de nada los libros de autoayuda. Leí alguno que otro hace unos años, pero no me funcionan, esas palabras bonitas y animosas se quedan en el aire, yo no las termino de digerir, a mí no me sirven. Este dice ser un bestseller que todo el mundo, sea cual fuere su ocupación, debería leer. Aunque está especialmente destinado a aquellos que se dedican a la venta. No es un libro de autoayuda a pelo, sino que da instrucciones para mejorar las habilidades de venta a partir de una historia ficticia.
En esta historia, Hafid es el protagonista, un anciano rico que posee un cofre con varios pergaminos donde están escritos los secretos del triunfo, del éxito, de la riqueza. Y, como va a morir, quiere legar estos pergaminos a otra persona. La historia está localizada en la época del Imperio Romano y nos presenta una parte de la adolescencia de Hafid, cuando se inició en el arte de la venta, cómo aprendió de los errores, cómo tenía ambición (con moderación, como él recomienda), cómo supo priorizar la vida ante el dinero… De hecho, la primera vez que fue a vender un manto fue a la ciudad de Belén, y al no conseguir venderlo, lo regaló a un recién nacido que se encontró en una cueva (y resultó ser el niño Jesús, las cosas que pasan, eh).
Hafid volvió sin vender el manto, y su ‘jefe’ vio en él la persona indicada a la que legarle los pergaminos, por eso los tenía Hafid al principio de la historia. Hafid, inseguro y sin confianza en sí mismo tras aquel primer día de venta sin éxito, comienza a leer los pergaminos, y entonces Og Mandino introducirá al lector en una serie de capítulos (que son la mayoría del libro) donde se nos relata un pergamino en cada uno de ellos.
En uno de los pergaminos, se ensalza el amor propio que nos debemos tener, en otro se insiste en que debemos ser persistentes, así hasta terminar todos los pergaminos. «Fracasaré si, aun teniendo todo el conocimiento y habilidad del mundo, no tengo amor», dice uno de ellos. Y otro empuja al lector a creer que él es único y a que viva cada día como si fuera el último, olvidando al pasado y lo que pudiera hacer mal en él, sin preocuparse tampoco por aquello que pueda ocurrir en el futuro y que, quizás, nunca ocurra.
Estos son, en definitiva, las enseñanzas de los pergaminos, muy de autoayuda, incluso con un toque bíblico, y es que el libro está impregnado de religiosidad, pues uno de los pergaminos tiene como principio «orar a Dios», no para que nos dé cosas materiales, sino para que nos guíe hacia ellas y las consigamos por nosotros mismos. Además, el último capítulo, en el que vuelve la historia del viejo Hafid, se le presenta otro hombre, el elegido para recibir los pergaminos, que resultará ser San Pablo, el encargado de llevar las enseñanzas de los pergaminos (que he interpretado que es la enseñanza de Dios) a todos los ciudadanos del mundo.
En un momento determinado del libro se dice: «el ahora es todo lo que tengo», y me recordó mucho a una canción del grupo Jarabe de Palo llamada Humo. Es una canción tristísima, pero me encanta. Y me lo recordó porque la canción dice una frase muy parecida a aquella (la letra de la canción dice «el ahora es lo único que tengo»).
Como puede ver el lector de esta reseña, le he desgranado el libro, se lo desmigado para que no tenga que leerlo, puesto que lo considero una pérdida de tiempo, respetando a todo aquel que piense diferente. Este es un libro, por tanto, de esos con los que a veces toca tropezarse para fijarse mejor en qué se lee. No soy nada religioso (de hecho, soy ateo) y no me gustan nada los libros de autoayuda, y este libro tiene ambas cosas, para colmo.