El señor de los jardines negros (Bassarai, 2007), de André-Marcel Adamek y traducido por Blanca Gago Domínguez.
Una novela en ruinas.
El señor de los jardines negros (Bassarai, 2007), de André-Marcel Adamek y traducido por Blanca Gago Domínguez, es un libro que me costó bastante encontrar. No sé dónde leí la sinopsis que me cautivó, pero tuve que comprarlo de segunda mano porque me fue casi imposible encontrarlo. Y el libro está en ruinas, pues la contraportada está llena de humedades que decoloran parte del verde y que crean curiosos círculos de humedad, a cual más extraño y asqueroso. Está tan en ruinas como el pueblo del que se habla en la propia novela.
En ella, se nos presenta un pueblo en ruinas como ya digo, y a una pareja que vive en el campo cercano a él: Simon y Rachel. Parecen de lo más normal, pero luego iremos descubriendo facetas de ellos que nos harán pensar mal sobre sus actitudes. Quentin y Anaïs, por otra parte, son una pareja que se muda junto a sus tres hijos a una casa cercana a la de Simon y Rachel.
El narrador se va alternando y va pasando de ser Simon a ser Anaïs, porque son las piezas más fuertes de cada una de las dos familias, las dos piezas que van a mover el resto del tablero por sí solas. A través de estos narradores, vamos descubriendo la personalidad perversa de Simon, y vemos desde sus ojos a su mujer, Rachel, una mujer de lo más detestable, falsa, cotilla y muy criticona con los nuevos vecinos. Simon, por su parte, no se queda atrás, y critica a Quentin por ser tan vago (en la mudanza se dedicó a apuntar los objetos que habían llegado en un cuaderno, sin hacer ningún esfuerzo físico para transportar muebles), sin saber su situación personal: Quentin estaba esperando ser trasplantado del corazón en cuanto hubiera uno disponible.
Quentin y Anaïs tienen tres hijos, y uno de ellos es una niña llamada Yolande que tiene una deficiencia mental que retrasa el aprendizaje, pues con trece años no sabe hablar y se comporta de manera infantil. Para complacerla y proteger la nueva casa de las ratas, Quentin y Anaïs compran un pequeño perro, que se hace amigo inseparable de Yolande. Al otro lado de las casas están las ruinas del pueblo, que fue arrasado por la peste siglos atrás y que ahora está infestado de víboras. Allí, en las ruinas, tiene Simon una parcela de tierra a la que llama «los jardines negros», lo que hace suponer que el señor de los jardines negros del que habla el título es Simon.
La sinopsis habla, por ejemplo, de las víboras que infestan el pueblo en ruinas, pero éstas nunca aparecen en el libro, solo se habla de ellas unas pocas veces. Creía, igualmente, que el pueblo en ruinas tendría mayor protagonismo en la historia, quizá porque se produjeran apariciones fantasmales en él durante el transcurso de la historia, pues había muchas leyendas sobre ello, pero no se produce nada de eso.
En el libro, como es de suponer, se evoca la vida rural, el bucolismo, aunque muy de pasada, y también la historia está cargada de filosofía, sobre todo en la desesperación que sufre Simon al saber que, tras su muerte, todo el trabajo de sus tierras se perderá, pues su único hijo (que ha tenido la desfachatez de casarse con una mujer negra, piensa Simon, haciendo alarde de la común mente rural tradicional) vive en la ciudad y se desentiende de todo lo rural (existe un conflicto entre Simon y su hijo que, aunque está en un segundo plano, hace mella en ambos).
Simon también tiene un conflicto latente con Rachel, pues la detesta, y permanece alejado de ella lo máximo posible para dedicarse a espiar la casa de sus vecinos nuevos (a Simon le pegaría cantar esta canción noventera que me encanta) y, sobre todo, a Anaïs, y ella sabe que Simon la espía. Un día, de repente, una tormenta pilla a la familia de Quentin y Anaïs dando un paseo por el bosque y hace que el perro se pierda. Y unos días más tarde, Simon encuentra al perro en el subsuelo, al que había llegado tras caer por una grieta en el suelo. Le va dando comida y lo mantiene con vida para utilizarlo como chantaje frente a Anaïs, que quiere saber dónde está y recuperarlo desesperadamente por su hija Yolande, cuya salud ha empeorado tras la desaparición del animal.
Así, Anaïs parece intuir los intereses de Simon por su cuerpo y ambos comienzan a mantener un lejano contacto visual a través de las ventanas de sus casas a altas horas de la noche. Otro acontecimiento repentino precipitará la situación en ambas familias, pues este hecho afectará a ambas casualmente. Todo se ve abocado a un final desgraciado (un final que no contaré pese a mis ganas de hacerlo porque toda la historia está dirigida a ese final, el final lo es todo en la historia, aunque tampoco es para tirar cohetes) para una de las partes, quizá por el karma pensarán aquellos que crean en él.
El libro es brevísimo y, como dije más arriba, me esperaba algo más de la historia. Pero bueno, para lo breve que es no está mal. Lo peor que puedo destacar es un poco de decepción sobre el papel que juega el pueblo en ruinas y sobre el final de la historia, y también que, a lo largo del libro, aparece cuatro veces la palabra «trasplante» mal escrita (pone «transplante»), algo que quiero destacar porque es un error común que incluso yo cometía hasta hace poco.
Sea como fuere, es una historia entretenida y atípica de un autor poco conocido y de una editorial también poco conocida (al menos por mí). Me ha permitido salirme de los márgenes de los clásicos o de los libros actuales que tanto se publicitan para beber un poco de esa literatura subterránea que sigue ahí aunque no la veamos y que es tan merecedora de nuestra atención como toda la demás.